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A la Sagrada Majestad de la VERDAD

Thomas Taylor

viernes, 26 de diciembre de 2008

La violencia de la guerra

Sri Krishna Prem

Las guerras son incidentes psíquicos que tienen su origen en el alma humana. Nos gusta echarle la culpa a nuestro chivo expiatorio de turno, tanto si es el imperialismo, el nacionalismo, el comunismo o el capitalismo, todo lo que se nos antoje. Ninguna de estas cosas ni todas ellas son realmente responsables; somos nosotros, personas inofensivas que queremos pensar que odiamos la guerra y todos sus horrores. Tal vez no hemos tenido nada que ver con las aguas fanganosas de la política o de la economía, tal vez ni hemos escrito artículos ni cartas para inflamar pasiones raciales, nacionales o comunitarias, pero todos compartimos esa responsabilidad.
Cada sentimiento de ira, odio, envidia o venganza que nos hemos permitido en el pasado, independientemente de la persona a la que iba dirigido y por más justificado que lo hayamos considerado, ha sido un puñado de pólvora arrojado al polvorín que, antes o después, tiene que estallar.
Pero no es la persona que encendió la cerilla la responsable de un mundo en llamas, sino nosotros, que hemos ayudado a engrosar el polvorín. Porque ¿qué es lo que hemos hecho? Los sentimientos de odio, de miedo, etc., que han entrado en nuestro corazón y que hemos cobijado son, como siempre, invitados intolerables. Queremos expulsarlos en seguida, queremos dejarlos pegados, como un poster, en el primer muro que encontremos. Es cierto que ese muro tenía algo en su naturaleza que lo hacía apto para ese poster en particular, pero igualmente, el poster lo mandamos nosotros y fuimos nosotros los que lo pegamos allí.
Tanto si consideramos la psicología de los individuos como de esos grupos de individuos que llamamos estados nacionales, el proceso es el mismo. Lo que odiamos o tememos en nosotros lo proyectamos en nuestros vecinos. Quienes temen sus propios deseos sexuales detectan la impureza en todos los que ven; de la misma manera, las naciones que están llenas de odio, de miedo y de deseos agresivos perciben las imágenes de esas pasiones ardiendo horriblemente en los muros de otras naciones, sin darse cuenta de que son ellos quienes las han encendido y colocado allí. Así surge el mito de las naciones y de los individuos que aman la paz sólo porque proyectamos nuestros propios deseos agresivos en nuestros vecinos, engañándonos con nuestra propia limpieza personal.
Esto no quiere decir que la responsabilidad de todas las naciones sea la misma, ni tampoco la de todos los individuos. Algunos de nosotros hemos pecado más profundamente que otros, pero valorar esta responsabilidad nunca resulta fácil. Es más importante y provechoso recordar que todos los odios, los miedos, las envidias y los deseos agresivos, por parte de cualquier persona y aunque se produzcan de forma privada, han constituido el combustible que preparó la llama y que la sigue manteniendo. Cada vez que sentimos una sensación de triunfo por la destrucción del «enemigo», vamos añadiendo leña al fuego, porque cada vez que eso sucede estamos convirtiendo a alguien en un chivo expiatorio del mal que hay en nosotros. Y no se trata de filosofías, no; ni siquiera estamos hablando de religión; es simplemente un hecho práctico que cualquier psicólogo puede confirmar.
Ninguno de nosotros, ni el objetor de conciencia más convencido ni el más neutral de los neutrales, puede evadir la parte que tenemos de responsabilidad. Realmente, son muchas veces los que no toman parte en la lucha física quienes más contribuyen con sus pensamientos a aumentar el conflicto. Los soldados, después de unos meses de experiencia, sorprendentemente pierden el odio, mientras que los que están cómodamente sentados lejos del conflicto se dedican con demasiada frecuencia a alimentar sus instintos y pasiones más bajas, regocijándose con los horrores de los demás, contemplando como si fuera una película las agonías de los demás, que luchan hasta perder la última gota de sangre, y reaniman las llamas de odio y violencia con el viento invisible de sus propios pensamientos y sentimientos.
Porque en todas las personas existe aquello que disfruta con la guerra; sí, que disfruta con ella incluso hasta el punto de querer sufrirla. En casi cada uno de nosotros existen muchas cosas cuya expresión no sería permitida por las convenciones sociales o religiosas, en tiempos normales. La mayoría de nosotros llevamos una bestia enjaulada en el corazón, una bestia cuya substancia nos gustaría gratificar pero no podemos hacerlo por temor a las consecuencias. Normalmente esa bestia alimenta su vida subterránea con los restos de fantasía y sueños que se filtran hasta la guarida donde mora, relamiéndose con los actos de violencia y crueldad con los que pueda vengarse por su confinamiento; y cada vez que nos entregamos a soñar con odios y venganzas, esos pensamientos van cayendo allí y refuerzan su feroz energía. A veces podemos sentir la fuerza con la que empuja las rejas de su celda, pero en tiempos normales, «Dios» y la policía la tienen encerrada, y sólo es ocasionalmente cuando se escapa y escandaliza al mundo con algún acto de crueldad atroz. Cuando esto ocurre, la sociedad decide que la jaula de esa persona es demasiado débil para mantener la bestia y, temiendo que cunda el ejemplo, si la dejan escapar impunemente, se apresuran a destruir a los dos, al ser humano y a la bestia.
Hay que añadir aquí que la bestia no se destruye con la muerte del cuerpo que le servía de jaula. Sigue vagando por ahí sin ser vista, libre ya de su jaula de carne, libre para entrar en el corazón de todo aquél que le de cobijo temporal y a quien empujará para cometer las fechorías que ama. Si la gente en general fuera consciente del grado en el que esto ocurre, no tendría tanta prisa por matar a los que cometen crímenes atroces, ni a sus enemigos personales tampoco. Esto es lo que pasa en tiempos normales. Pero en épocas de guerra todo es distinto. «Saqueadlo todo y soltad los perros de la guerra» no es ninguna metáfora poética. Las fieras internas quedan sueltas. Todo cuanto se consideraba antes como algo pecaminoso y prohibido se ve fomentado ahora en servicio del estado. El odio, la violencia, la ferocidad, la crueldad y todas las variedades de las astucias engañosas se convierten en virtudes si van dirigidas contra el «enemigo». Incluso los que estaban al margen del conflicto se sienten
contagiados y, tomando partido, dan rienda suelta a su bestia con la imaginación.
Así se van sucediendo los períodos de guerra y paz a lo largo de los siglos. No voy a negar que en ciertas circunstancias la violencia abierta y externa de la resistencia armada pueda no ser el menor de dos males, porque, en la situación actual de la humanidad, la alternativa muchas veces es una violencia de pensamiento y sentimiento, una cavilación obsesiva sobre el odio y la venganza que es mucho peor que la lucha externa. Pero la violencia nunca acaba con la violencia. Mientras alimentemos la bestia que llevamos en el corazón con pensamientos llenos de deseo que son su sangre vital, esta bestia irá apareciendo de vez en cuando y las guerras periódicas serán inevitables.
La única manera de conseguir una paz verdadera es controlando esas bestias internas. Nosotros, que las hemos creado, porque han nacido de nuestra propia carne, hemos de debilitarlas dejándolas sin comer, tenemos que reabsorberlas en nuestro yo consciente del cual las hemos desterrado, y finalmente hemos de transmutar su substancia con la alquimia del espíritu. Y eso es el yoga: sólo en el yoga está la paz. «El mundo no es sino nuestros pensamientos; por esto cada uno de nosotros deberíamos limpiarlos esmeradamente. Somos según lo que pensamos; este es el secreto eterno» (Maitri Upanishad). Los que quieren la paz y odian la guerra tienen que prestar más atención a sus
pensamientos y fantasías que en tiempos normales. Cada pensamiento de gozo ante la noticia de la destrucción del «enemigo» (como si los seres humanos tuvieran algún enemigo excepto en su interior), cada idea depresiva ante «nuestras propias» derrotas, cada latido de más por los actos bélicos en general es una traición a la causa de la humanidad. Los que tienen la suerte de no estar en contacto directo con la lucha tienen la magnífica oportunidad de cumplir con un deber sagrado. Si no consiguen hacer cumplirlo para producir la paz en esa parte de la psique del mundo con la cual están en contacto, es decir, en su propio corazón, por encima de todo, si hacen activamente un mal uso de esa oportunidad y dejan suelta a su bestia con fantasías solidarias, entonces son unos traidores secretos a la humanidad. Como tales, quedarán atrapados dentro de la red del karma que están tejiendo, una red que, invariablemente, hará que, en el siguiente conflicto que se produzca, caiga sobre ellos el pesado fardo del sufrimiento. De todos ellos puede decirse que aquél que tome la espada con el pensamiento y la fantasía perecerá con la espada verdadera.
Esta es la gran responsabilidad que cae sobre todos nosotros y especialmente sobre todos los que, por su distancia de la lucha física, tienen la oportunidad de luchar con sus pasiones con cierto grado de desapego, contribuyendo a la disminución real de las llamas del odio y del mal en este mundo.
Nadie puede evadirse, porque toda la vida es una. Igual que el dedo meñique no escapa a la fiebre que se apodera de todo el cuerpo, tampoco nadie puede escapar de la interrelación que existe en toda la vida. Tanto el objetor de conciencia, como el pacifista o el sannyasi que renuncia al mundo, ninguno de nosotros puede evadir la parte de responsabilidad que nos corresponde en un estado de cosas que nuestros propios pensamientos han contribuido a crear; porque ni la distancia geográfica ni ningún decreto gubernamental de neutralidad, ni el rechazo personal a llevar armas puede aislar una parte del todo en el que esa parte está enraizada.
Es en los mundos internos del deseo donde se originan las guerras y a
partir de esos mundos internos se van manteniendo. Lo que percibimos como una guerra en el físico no es sino la sombra de esas luchas internas, un espectáculo fantasmagórico de acontecimientos que ya han tenido lugar en el mundo interno, cenizas muertas que señalan el sendero destructivo del incendio del bosque, la estela turbulenta e inalterable de un barco cuya proa surca los mares hasta lejanos confines.
Tanto en la guerra como en la paz vivimos en un mundo de sombras proyectadas por acontecimientos que denominamos «futuro», porque no los vemos cuando suceden realmente, y sólo los conocemos al encontrarnos con la estela que dejan en este plano. Las palabras de Sri Krishna pronunciadas antes de la batalla de Kurukshetra «por Mí todos han sido ya derrotados» no se refieren a ninguna cruel predestinación divina, sino a este mismo hecho, y se pueden aplicar tanto a las personas cuyo cuerpo perecerá el año próximo año como a los que lucharon en la guerra anterior.
Hasta que no comprendamos y nos enfrentemos a este hecho básico, las guerras serán inevitables. Luchando en la estela de las aguas turbulentas que hemos creado, luchando con las sombras que hemos proyectado, continuaremos llorando contra un Destino hostil y malévolo o, de manera más sumisa, rogaremos a Dios para que nos salve.
Pero los rezos y los llantos son igualmente inútiles: «Ni es en las regiones aéreas, ni en las profundidades de los océanos; ni en las cavernas de las montañas, ni en ningún punto de la tierra, existe un lugar donde el hombre pueda escapar del fruto de sus malas acciones». En los mundos internos hemos creado la guerra: en esos mismos mundos internos hemos de crear la paz, porque: «La mente es la precursora de todas las cosas, y con la mente se hacen todas las cosas. A todo aquél que, con una mente llena de deseo, piense o actúe mal, le seguirá el dolor como sigue la rueda al pie del buey.» (Dhammapada).

(American Theosophist, Febrero 1986)

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